Capítulo 1: Adquiriendo la fobia
Nunca antes he hablado con alguien sobre el día que adquirí la emetofobia. Ni siquiera conmigo mismo. Pero aquello fue tan trascendente en mi vida, que puedo recordar con claridad todos los detalles.
Antes de comenzar, debo advertir que esta historia puede generar malestar en algunos. Los detalles que describo tienen el fin de transmitir la percepción que yo tuve de mi evento traumático, lo que puede ayudar a entender la forma que se adquiere esta fobia o cualquier otra.
Era una mañana soleada de enero. El año era el 2001. A mis seis años de edad, despertaba en la casa de mi abuela después de dormir dos o tres horas. La noche anterior había ido a una boda, donde aún sin conocer a los novios ni a los invitados, había logrado divertirme porque la banda había tocado “El Mariachi Loco” a petición mía. ¡Qué tiempos aquellos, en los que era fácil ser feliz con las cosas más sencillas!
Nunca había visto a unos músicos tocar en vivo, así que me pasé la noche hipnotizado tratando de entender cómo los sonidos salían de los instrumentos que ejecutaban con gran soltura. Distraído en esto y en los brazos de mi abuela, había dejado de prestar atención a lo que mis padres hacían. Después de varias horas, el sueño me invadió, y tal vez por eso mi familia decidió abandonar la fiesta, pero por alguna razón (que no cuestioné) no era mi padre quien conducía su vehículo, sino mi tío.
En el camino me dormí y no me di cuenta de que no condujo hasta mi casa, sino a la de mi abuela. Ahí pasamos la noche y, por eso, acababa de despertar ahí.
Era temprano y era lunes, así que yo debía ir a la escuela. Mi padre fue el último en despertar. Cuando mi madre y mi abuela intentaron hablarle, él sólo dijo con una voz desganada “me siento mal” y continuó durmiendo luego de retorcerse un poco bajo las cobijas.
Decidimos dejarlo dormir un rato más, mientras desayunábamos. Pero se hacía tarde, así que mi madre volvió a despertarlo. Esta vez se levantó, aunque parecía que le costaba hacerlo. Parecía que su cuerpo pesaba una tonelada y en su rostro se reflejaba el malestar. Se negó a desayunar y fue a la cocina para beber un sorbo de la única botella de licor que había en esa casa. “A ver si con esta vitamina se me quita” –dijo–.
Unos minutos después, mi madre y yo estábamos en el auto esperando para irnos. Mi padre entró, puso el auto en marcha y condujo en silencio. Sólo podía escuchar su respiración agitada, como si le urgiera llegar. Mi sospecha se confirmó cuando aceleró en un cruce a pesar de tener la luz roja. Por fortuna, no había mucho tránsito.
Al llegar casa, él sólo salió del auto para dirigirse a la cama. Yo sólo tenía que esperar a que diera la una de la tarde para irme a la escuela. Así que, para matar el tiempo, decidí mecerme en el columpio improvisado, hecho con una tabla y una cuerda, que colgaba de una viga en el patio. Mi casa, en donde llevaba menos de un mes viviendo, aún no estaba terminada. En el piso aún había lodo y las paredes dejaban ver los ladrillos desnudos. Muchas de las habitaciones no tenían puerta, y una de ellas era el baño.
Mientras yo me mecía en el columpio, mi padre entraba al baño y mi madre, en una habitación, planchaba mi uniforme escolar. Sin saberlo, esos eran los últimos segundos de felicidad que viviría durante mi infancia.
Comencé a mecerme temerariamente, hasta que el columpio se inclinaba tanto que mis ojos podían deslumbrarse por ver el muy iluminado cielo sin nubes del medio día. Cuando de pronto, escuché un sonido escalofriante, el más perturbador que había escuchado a mi edad. Provenía del baño y era un grito, muy agudo y muy fuerte.
Era un grito muy extraño, como si fuese de alguien que estaba ahogándose y que pedía ayuda desesperadamente. Se escuchaba, con toda claridad, como si aquel grito fuese emitido en el agua, y no en el aire.
El grito no cesaba. Asustado, bajé del columpio, corrí al baño, aparté la cortina que estaba en lugar de la puerta... y entonces mi vida cambió.
Dentro del eco del baño el sonido era ensordecedor. Quien lo emitía era mi padre, quien estaba inclinado frente al excusado, donde caía una cantidad impresionante de agua rojiza que salía de su boca y se arremolinaba en el retrete. La escena fue anormalmente aterradora. No sólo salía demasiada agua de su boca, sino que al sacarla mi padre gritaba con tanta fuerza que yo creí que se estaba muriendo. “¡¿Qué tienes?!” –Le pregunté asustado–, pero mi voz era inaudible entre el sonido resonante e incesante de su grito.
Me quedé ahí, pasmado, viendo la escena por unos segundos, hasta que sentí que mi madre me tomó por el brazo y me jaló hacia afuera bruscamente. Me llevó al cuarto y me regañó por haber ido al baño mientras mi padre estaba ahí, pero el regaño no importaba nada, mi corazón estaba muy acelerado y yo podía sentir el shock, como si hubiese presenciado un horrible accidente o hubiese visto a alguien morir.
“¿Qué le está pasando?” –Pregunté a mi madre con la voz quebrada mientras todavía se escuchaba a lo lejos el grito de mi padre–.
“Está vomitando.” –Dijo molesta–.
“¡Ya no quiero que vomite!” –Le dije, ahora sí, llorando–. “Tiene que vomitar porque tiene toda la pansa llena de vino”. –Me dijo, aún más molesta–.
El miedo era tan intenso, que tapé mis oídos con mis manos hasta que el grito cesara. Pero mi madre me apresuraba para ponerme el uniforme, a lo que me negué. No quería ir a la escuela, quería quedarme en esa casa, sentía un miedo impresionante que me paralizó y no quería salir de aquella habitación.
Mi madre enfureció y me obligó a ir a la escuela. Tenía que caminar un kilómetro para llegar, y lo hice. De tantos días en la primaria, este jamás se me olvidó. No presté atención. No trabajé. Todo lo que hice fue pensar en lo que le había pasado a mi padre. Pensaba en vómito todo el tiempo. Si un compañero tosía, lo miraba creyendo que en realidad tenía asco.
Cuando el profesor del tercer grado fue a mi salón para preguntarle algo a mi maestra, lo miré atentamente. Era un señor obeso, con un bigote muy grande y una voz muy grave e imponente. Era grande de estatura y, además, hablaba muy golpeado, propio de un regiomontano. Era difícil no tenerle miedo, así que todas las voces se callaban cuando él hacía acto de presencia.
Pero aquella tarde lo vi, noté su prominente estómago y me pregunté “¿será que también lo tiene lleno de vino? Si no es de vino, será de agua, o de comida.” De pronto, lo imaginé, en el baño de aquella escuela, inclinado frente al excusado y gritando al igual que mi padre, sólo que él era más grande y con una voz más estruendosa. Así que imaginarlo vomitar violentamente fue estremecedor.
Fue una tarde terrible. Cada vez que un compañero se levantaba y le pedía permiso a la profesora para ir al baño, yo sólo pensaba “de seguro va a vomitar”, y esperaba impacientemente a que el niño o la niña volviera para mirar su semblante y corroborar si estaba bien o si efectivamente la había pasado muy mal en el baño.
Miré el reloj de la pared con insistencia, preguntándome si las manecillas pronto estarían en el lugar correcto de la hora de salida. En el recreo no jugué, no platiqué, no comí. Pero no podía volver a casa con la torta que había preparado mi madre. Si hacia eso obtendría un regaño más, así que se la obsequié a un niño que nunca comía en los recreos. Él la aceptó de buena gana.
Uno de mis compañeros dejó caer su jugo de fresa cerca de la entrada del salón. No vi cuando esto ocurrió, así que cuando pasé por ahí miré asustado el líquido, preguntándome si era vómito. De cualquier manera, era mejor esquivarlo.
Cuando faltaban pocos minutos para salir, de pronto, en mi pupitre, comencé a llorar en silencio. Sólo un compañero se dio cuenta y me cuestionó. “Es que hoy en la mañana mi papá vomitó”, –dije–. Por supuesto, aquello no le hizo mucho sentido. “¿Por qué?”, –me preguntó–. “No sé”, –dije secándome las lágrimas–.
Sonó el timbre y volví a casa. A cada paso, me preguntaba si realmente quería llegar o si no quería volver a encontrarme con la misma escena aterradora. Cuando llegué, lo primero que hice fue ir a la habitación matrimonial y preguntarle a mi padre cómo se sentía. Él ya estaba bien, tranquilo, viendo la televisión.
Al ver que todo lo malo había pasado, esperaba sentir alivio. Esperaba que el miedo se esfumara. Pero, para mi sorpresa, no fue así. Tan pronto como mi padre me dijo que estaba bien, el miedo se trasladó. Dejé de temer que mi padre y otros vomitaran y comencé a temer que me pasara a mí. Dejé mis libros de la escuela, fui a la cama y lloré lleno de pánico. Mis padres me preguntaron por qué. “Es que yo no quiero vomitar” –dije llorando–.
No había razones para creer que yo podría vomitar esa noche, pero el miedo era muy fuerte. Un miedo que no me dejaría ni un instante durante los siguientes once años. Un miedo que no tenía sentido, apenas unas semanas atrás yo mismo me había intentado provocar el vómito, luego de comer por accidente un trozo de una canica de cristal que estúpidamente había metido a mi boca. Pero, ahora, vomitar era lo peor que podría pasarme.
Mi familia notó mi comportamiento anormal en los próximos meses. Tenía miedo de comer por accidente algo caducado, miedo de ver a un amigo quejarse porque le dolía el estómago, miedo de subirme a los juegos de la feria, miedo a marearme en un elevador, a ir a fiestas donde otros adultos bebían alcohol, a viajar, a los gérmenes, a visitar al médico, a todo lo que tuviera relación directa o indirecta con el vómito. “Este niño está traumado”, –decían todos–. Pero, ¿qué significaba aquello? ¿y cuál era la solución?
Nunca pisé el consultorio de un terapeuta. Me pregunto qué hubiera pasado si hubiera sido así. Yo tenía 16 años cuando me enteré de que mi problema tenía nombre y de que había miles de personas padeciéndolo.
Tal vez debí buscar ayuda por mi cuenta cuando entendí mi problema. Eso me habría ahorrado años de sufrimiento. Pero me aterré al investigar y encontrar que el método terapéutico para vencer una fobia es exponerse gradualmente a ella. Es decir, si una persona tiene fobia a los ratones, su terapia consiste en enfrentarse, poco a poco, a la presencia de un ratón, hasta dejar de tenerle miedo.
¿Cómo sería esto con una fobia circunstancial? Es decir, ¿me harían vomitar hasta que perdiera el miedo? ¿me harían ver imágenes o escuchar sonidos de gente vomitando? Definitivamente no estaba dispuesto a enfrentarme a ello, como seguramente muchos de los que están leyendo esto. Pero el anhelo de volver a vivir con la felicidad y la tranquilidad que tuve en los primeros años de mi infancia era muy fuerte. Lo veía lejano, imposible. No creía ser lo suficientemente fuerte para enfrentarme a mí mismo. Creí que tendría que aprender a vivir con mi problema para siempre, pero eso habría sido terrible. Si aceptaba vivir con miedo, eso no sería vivir, eso sería sobrevivir.
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